Bill
tiene dos amigos pintores: Daniel y Steve, el primero pinta
serenidades y el segundo intimidades. Daniel es un pintor que salpica con óleo sombrillas marineras, playas luminosas, porches de casas apetecibles y estacionales. Steve muestra cuerpos de mujeres y niños, escorzos casi eróticos envueltos en gasas y linos inmaculados. Bill no domina la pintura, lo que
realmente transita su gusto y sentimiento es la danza, ese movimiento prehistórico al que se le han añadido multitud de matices a lo largo de la Evolución humana: los primates balanceándose ante
una resolución tribal; los danzarines de Creta jugando con el toro; los actores
que, dejando atrás el cine mudo, patalean sobre charcos de manguera en decorados un tanto
kitsch; las mujeres fatales mostrando sus medias, adornando piernas infinitas, a ritmo de jazz; los jóvenes de la rive gauche, manteniendo
el equilibrio a orillas del Sena en tiempos de postguerra; las parejas desesperadas en la
gran depresión, moviéndose al borde del desmayo. ¡Danzad, danzad, malditos!
Las dos novias de Steve, se llaman Leda y Salomé, esta última, hija del lobo, abandonó afortunadamente su
inveterada costumbre de pedir siempre la cabeza del Bautista, y depurada su manía,
baila sólo por placer y para que su querido Steve la pinte sensual y liviana,
con esas telas tan etéreas que la rodean, al borde del mar, que es donde le
gusta pintar a las mujeres a Steve, el amigo de Bill.
Hay ocasiones en que a Salomé se le pide que se quede quieta, así, con la mirada perdida en algún pasado remoto, sentada al borde del lecho. El salto de cama carmesí se adapta a las curvas de su carne, envuelve su cuerpo, cae como un telón al final de la representación teatral. Cuando esto sucede, Steve establece una asociación de ideas entre su novia Salomé, el cuadro Herodías y su hija de Ernest Lee Major, la actriz Lili Marberg y quizá, también, con el cuadro pintado por Paul Delaroche.
Leda es más
mundana, más cosmopolita, se deja hundir en los sillones de los museos y
siempre escoge el cuadro debajo del cual va a posar la mirada algún joven absorto
y sorprendido, observador que siente confundir su perspectiva. Leda es
exquisita en sus gustos, luce llamativos gemelos que sobresalen de las mangas
mil rayas de sus trajes a medida, vestidos haute couture, chaquetas con botones
de oro que encierran en su circunferencia escudos de armas diseñados por la
propia Leda, camisas entalladas con puños y cuello de encaje, que a Daniel, su
esposo, siempre le recuerdan la bocamanga de un espadachín: Scaramouche o quizá
Henri de Lagardère. Leda baila y coquetea con sus amigos en los atardeceres de la costa azul, luciendo pantalones de lino egipcio y camisolas de algodón escocés, contoneándose y girando como el cuello de un cisne. Su
marido la observa impasible y no siente nada, la observa bajo la lluvia, cuando regresa en
su jaguar versión e type a horas intempestivas, en las mediodías tórridas del caldoso Mediterráneo
dormitando sobre la cubierta del concept yatcht de unos conocidos, en la tibieza
del fin del Verano cuando el sol del atardecer convierte la arena de la playa en espejo, en los azules prístinos del inmenso cielo catábrico…
Bill y
Daniel tuvieron un affaire cuando eran más jóvenes. Se conocieron en Portugal
en un salón de baile, Daniel se pintaba los labios subido en unos maletones de piel ajada, mientras aguardaba el siguiente tema musical. Bailaban con señoras de
postín, con arrabaleras de la morna, con mulatas de Cabo Verde que sentían
saudade por estar lejos de su tierra natal. El calor incendiaba la selva y el
reflejo de las llamas daba un toque salvaje a su mirada.
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