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Ruina y llanto.

RUINA Y LLANTO

 
Giovanni Battista. Caravaggio.

Ruina y llanto, el recordarla siempre

derrite el alma. Lleno de amor

grité detrás de sus cabalgaduras:

Oda VIII. Abenarabí

 

Al oráculo de Cumas van los esquifes, escoltados por iridiscentes criaturas marinas. Las agujas de salitre tejen el muérdago, que la mano izquierda de los acólitos agitará frente al trípode sagrado. Las sombras lentas de los condenados se agolpan a las puertas del inframundo, bajo las ruinas del templo de Apolo.

Allí te encontré, joven Amerighi, cuando apenas vestías toga viril. A la Virgen de los palafreneros invoqué para que nuestro encuentro no fuese pisoteado, para que no te alejases de mí. No me importaba si eras canalla de los adoquines o Donatello del arrabal.

En un cuartito, juntos los dos, ninguno tomó veneno, anhelo y ansia bebimos, convulsos y transidos, goteaban por las comisuras de nuestras bocas la lujuria y el deseo: eran libaciones ante una Venus ajada, que nos observaba a través del espejo de Eros. Mis manos de lino revolotearon sobre la colina aterciopelada de tu vientre, mis dedos de pincel trazaron figuras geométricas con la tinta de la seducción. Caprichos de tu piel; parsimonia sorprendida; mártires ardorosos entregados con devoción a la pequeña muerte. La tórrida penumbra perlaba nuestras sienes, jadeantes, consumidos, héroes ciegos, exhaustos y expuestos impúdicamente. Emperadores suicidas bajo una lluvia de rosas; efebos lúbricos siempre.

Rompieron el sueño impertinentes alondras.

Locos de pelo rojo pintaron remolinos de óleo sobre la noche estrellada, malos augurios. La brisa entre los sauces se cambió por un insidioso viento. Lo que verde gemido fue, desolación de ceniza era.

En la calle Malaspina, guarida de chacales, chulos del Trastíber decidieron tu suerte. Un odio corso, un atavismo simiesco se despertó entre las vísceras de viejos agravios. Valentía ridícula estampada en las tapias, emboscada de avispas rugientes trazando un círculo infernal, volteando sus aguijones, perforando con rabia tu espalda sorprendida. Dante mudo; Virgilio transido; Eneas malherido. El guantelete de tu gallardía de taberna se perdió entre las uñas de gavilán.

Tu muerte ya estaba escrita cuando gemías entre mis brazos. ¡Qué agonía de panteón! ¡Qué impotencia herrumbrosa! Cuando llegué tu carne macerada se enfriaba sobre la acera. La calentura magra de tu abdomen abierto, era un abismo por donde tu vida se había ido, gritando el nombre de Caronte. Tu sangre coagulada, tu bendita sangre que hubiera bebido de tu costado en aquel instante, manchaba mi alma.

Dolor, enloquecido dolor. Mis manos querían recoger tu cuerpo, tocar tus llagas; mi boca quería sorber tu amarga saliva, lamer tus heridas, mis yemas hundirse en tus pliegues mortecinos. Bajo la mano estoica de bronce, la vida se escapó galopando y otra estatua parecíamos, muerto y doliente, quietos, ya no había piedad que nos redimiera.

 

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