En el barrio antiguo de
una ciudad provinciana con pretensiones, Lulú y Mortimer, dos ejemplares del
más puro pedigree callejero, observan curiosos qué pasa en la calle. Ha llegado
un ford mustang metiendo ruido, pisando charcos, lagunas negras entre adoquines,
formadas por el deshielo de glaciares celestes. Las vecinas, otras perras y
otras gatas, detienen su colgadura de licra y nylon para atender a la zorra
albina que desciende del coche y se planta en mitad de la acera gritando como
una condenada el nombre de su macho. Camisetas de tirantes a punto de explotar,
salpicadas por innumerables manchas, se asoman a la puerta del bar, el humo de
los puros asciende hasta mezclarse con el olor del puchero, de la acelga y del
suavizante. Lulú y Mortimer, pareja de hecho, derecho, cohecho y contrahecho
conocen de vista a Lucy, la zorra albina que grita el nombre de su macho. -Puta
loca, venir a estas horas a escandalizar el barrio. -Tranquilo Lulú, ¿no te
acuerdas el otro día que vino de igual manera? A esta le da lo mismo la mañana
que la noche. Lucy, cabreada y pasada de rosca unos tres o cuatro cubatas de
mal vino, aún se acuerda de la noche anterior cuando un humano les meó las espaldas
mientras copulaban en el callejón del gato. -¡Pedazo de maricón! Gritaba Lucy.
Sal de una puta vez y da la cara. Aún no se lo podía creer, cuando las primeras
gotas de orín caliente y maloliente salpicaron sus cuerpos, el macho de Lucy
salió por patas, ni siquiera miró atrás para ver qué hacía ella. -¿Para esto
quieres una hembra? Seguía gritando Lucy. No tuvo arrestos ni carácter para
volverse hacia el ebrio humano y plantarle cara. Lucy está poseída, transida de
ira, su rostro está transfigurado por el furor, de su mandíbula aún cuelga un
pequeño trozo de pellejo con pelos. El macho de Lucy, en el fondo del cubil del
bar, no oye los gritos de su hembra, absorto en la partida de madrugada va
perdiendo los últimos billetes y elucubra sobre la posibilidad de apostar a la
propia Lucy en la que puede ser la última jugada de su zorra vida. Una
comadreja entra y susurra algo al oído de Cisco, alias "chupasangre",
el jugador que está machacando al macho de Lucy. -¿Te crees que voy a aceptar
tu apuesta? No quiero nada con tu puta chiflada muerdehuevos. Afuera Lucy ya
está casi afónica de tanto gritar, agotada, vuelve a meterse en el coche y
rugiendo, chirriando y quemando goma se aleja por la calle mojada. A su macho
le quedan dos telediarios.
American way of life. Estilo de vida americano, con perro, caravana herrumbrosa, destilería clandestina y barbas de la guerra civil; ¿de la independencia? No, civil, allá por 1861. En los campos de Getisburg asomaron las primeras canas con el primer horror, ese que lustros más tarde mencionará el coronel Kurt. Padeciendo el síndrome de Diógenes, cachivaches heterogéneos se desperdigan por la superficie polvorienta y un perro psicokiller que ladra a propios y a extraños mira aparentando vigilar. Humedad de pantano, arenas movedizas, inmersión en la indigencia; la superstición y la locura ya están aquí, dormir con ellas, retozar con ellas, vomitar la miseria y degustar la mugre. El campo de Arkansas es el escenario para los tornados de Oz, las llanuras del medio Oeste recogen en tu pelo plateado todas las visiones eróticas de un nanosegundo. Querida Tippy, ¿quién es ese gordo que dormita detrás de ti a lomos de un cadillac dorado? Se llama Ron, como el actor porno. Las motos choper
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